jueves, 20 de diciembre de 2012

Recuerdos: a 20 años del 92. El campeonato de los hambrientos.

           El recuerdo se vuelve borroso. Mentira. En todo caso el recuerdo se reproduce en impases. Por partes. Tal vez mal acomodados en el tiempo. Pero permanecen. La certeza de aquel momento, para toda ese oleaje humano que lo vivía en las gradas o que lo festejaba desde cualquier latitud de la patria, era la de estar viviendo un instante único... ¡Y vaya si fue único!
           Único, sí. Hubo una Supercopa contra Independiente. Y algunas copas chicas de la Conmebol. Pero ésta fue única. Si contamos los 11 años del anterior, si le sumamos los 6 años hasta el próximo, y si dejamos de lamentarnos por ese torneo "ganado" de forma invicta en el '91, que no sirvió para nada; fue nuestro único campeonato en 17 años... y la puta madre: ¡Qué 17 años!
           La dictadura militar nos robo el respeto a la dignidad humana y también la independencia económica con respecto al poder dominante de los países centrales y por sobre todas las cosas: la esperanza de realizarnos socialmente. Lo que vino en los '80 no fue mas que una mera y desgraciada consecuencia. Los argentinos, y en especial los jóvenes, reaccionaron al sometimiento padecido en una explosión de violencia, libertinaje y rebeldía mal encausada a la cual no escapó, por supuesto, la mayor pasión colectiva que tenemos como sociedad: el fútbol. 
           Ir a una cancha de fútbol en los '80 era toda una aventura, las barras reemplazaron los puños por las facas y, un poco después  las balas, el alcohol por la droga, y la pasión por el negocio. Los partidos políticos de la joven democracia y los dirigentes de los clubes necesitaban a los grupos violentos como fuerza de choque. A cambio, dinero y connivencia. De esta etapa histórica surgen las barras organizadas jerárquicamente tal como las conocemos -y padecemos- en la actualidad. Y como no podía ser de otra forma la primera en adoptar esta nueva forma de organización fue -la más popular- la de Boca Juniors, liderada por un jefe q desbordaba de carisma paternal por todos los poros: el Abuelo, José Barrita. A falta de resultados deportivos, de ídolos alzando trofeos, de grandes contrataciones, el Boca -o el boquense, mejor dicho- de mediado de los '80 necesitaba referenciarse en si mismo, mirar a las tribunas y jactarse de ser parte de la hinchada con más aguante, la que llevaba mas gente, la q tenía más banderas -propias y ajenas-, en definitiva: la más quilombera. Esta forma de definirse como marginal, populista, pasional e irracional se resumía en un canto, que identificaba a todos aquellos que no tenían voz dentro de la cancha para reproducir todo su coraje y hambre de gloria: "Yo soy del abuelo, peronista y bostero".
          Por otro lado la situación económica del club -al igual que la del resto de los argentinos- era desastrosa. Entre las políticas económicas liberales de la dictadura y su ministro Martínez de Hoz, sumado a la pésima administración radical, la Argentina vivía un colapso económico como no lo había vivido desde principios del siglo XX. El sueño de la Ciudad Deportiva y su majestuoso estadio se había despabilado con los vaivenes de la política nacional, y ahora, llegada la realidad, solo nos servía para colgarle el cartel de venta y tratar de algún modo de alimentar la raquítica tesorería de la institución. Quienes habían sido heroes para el pueblo boquense apenas unos años atrás, se vestían con la camiseta del eterno enemigo por un contrato que se pudiera cumplir, y encima ganaban, ganaban la libertadores y la intercontinental, la única vez que la ganaron en su historia, contra un equipo rumano que ni me acuerdo el nombre.
           Pero ahora, repensándolo, con la ventaja de veintipico de años a mi favor, todo ésto no es más que un recuerdo, con lindo aroma, -¿será siempre más lindo el aroma del recuerdo?-. Condimento. Distintos matices para darle color a una pintura, pero una pintura gigante, un mural, un mural gigante. Como todo ese pueblo hambriento. Inmenso. Imborrable.


           La bombonera, contextualicémosnos en el aquel entonces Camilo Cichero, La Bombonera, al principio fue de tarde y luego de noche, verano -siempre tuvimos mayor facilidad para ganar los Apertura, que se definen en verano, en vez de los clausura, invierno-, oscura la bombonera, mal iluminada. La música de aquel verano no era un hit traído de afuera, pegadizo sí, pero fácil de olvidar con las primeras hojas doradas del otoño. La banda sonora de aquel estío era el disco "El amor después del amor" de Fito Páez, y el pueblo xeneize lo adoptaría como su telón musical: "...y dale alegría, alegría a mi corazón". Era lo único se pedía: alegría, para un pueblo golpeado. Después de tanta sequía, de tantos sueños frustrados. La alegría que trae consigo una vuelta olímpica, donde el hincha es solo un ser anónimo dentro de tantos otros miles de anónimos que se entregan en las tribunas, dentro también de otros tantos millones de anónimos que lo siguen desde sus hogares, algunos opulentos, otros humildes, pero iguales a la vez, parejos, dentro del anonimato que da esa misma pasión. Se venía abajo la bombonera pero ante cada bocanada para tomar aire, se inflaba, para gritar como nunca ese grito contenido durante tantos años, que parecieron interminables, para explotar en ese instante que será eterno...

          Y el instante, me quisiera detener en el instante, porque si hay algo que tiene la magia de la historia es esa capacidad de crear momentos donde todo parece estar dado de forma magistral, donde todo parece encajar en su sitio, perfecto. El instante fue al inicio del segundo tiempo, ya había oscurecido, una apilada tan grandiosa como imprevista, un remate cruzado tan potente como fortuito, y un gol, y un grito, y cientos de fotógrafos que salían como de abajo del campo de juego y un pibe que se subía arriba del alambrado, que no podía ni gritar su gol, por la emoción tal vez, reflejada en alguna lagrima que no supo esconder, o porque esos seres anónimos ya se lo habían quitado y tomado como propio. El pibe de arriba del alambrado se llamaba Claudio Edgar Benetti, flaco, morocho, pinta de bonachón. Estaba haciendo sus primeros pasos en primera y luego de aquel gol poco se volvió a saber de él. Como si la historia, realmente, lo hubiese paralizado en aquel instante. Como si su mandato en la tierra ya hubiese sido cumplido. O quizás, como si el mismo fuese uno de esos anónimos y le arrebató al destino el papel de protagonista, y luego de su heróica misión querer volver a cruzar la barrera del alambrado, hacia su sitio de origen, hacia su lugar en el mundo.

        Los demás es frío como la estadística, frío como el segundo puesto de un River que quedó a un punto del Boca campeón. Lo que vendría después serían otros 6 años de nada, de ilusiones rotas, de conformarnos con superclásicos, hasta que otra vez la historia, con otros nombres que aun siguen regresando, y con la misma pasión, volvió a abrazarnos con aquello que nunca podremos olvidar.



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